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APOLÍNEO Y DIONISÍACO

Dos instintos que se complementan en abierta discordia

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Los términos apolíneo y dionisíaco provienen de la antigua Grecia, de las deidades Apolo y Dionisio. Primero, imagínemoslos como los dos mundos del sueño y la embriaguez. Apolo, la deidad de la luz, penetra en todo como los rayos solares. Es el patrón del hermoso esplendor del mundo interior de la fantasía. Sus ojos son serenos como el sol, incluso cuando se enfada y mira fruncido el ceño. Preside la música, la poesía y las artes visuales. De él emana el espíritu apolíneo, que con su poder encanta a nuestros ojos las cosas más aterradoras. Guiando el Sol en su carro a través de toda la bóveda celestial, Apolo ilumina la Tierra, trayendo consigo armonía, sabiduría y orden. Hace brillar el espíritu humano con una forma clara y bien definida. 

Mientras tanto, en nuevos senderos ocultos y lugares de danza, hay otro espíritu, agitado por necesidades extrañas, inefables, una mente desbordante de preguntas y secretos sobre los que está escrito el nombre de Dionisio, dios del vino, del éxtasis y de la más radiante liberación. Coronado de hiedra, conduce un carro cubierto de flores y guirnaldas que, precedido por el sonido de tambores y las danzas de las bacantes, es arrastrado por la vigorosa fuerza de una pantera y un tigre. De él surge el instinto de aquel que, como la primavera, llena de alegría toda la naturaleza, aquel que ha olvidado cómo caminar y hablar, y que al bailar está a punto de volar en el aire. Su espíritu hace violencia a la sensibilidad humana y la arranca de la tranquilidad de una clara autoconciencia. Muestra la naturaleza sin velos, y representa la vida, que en su desbordamiento se convierte en locura.

 

En la antigua Grecia existían cultos para cada dios del Olimpo. Entre los más importantes se encontraban los de Apolo y Dionisio. El primero aspiraba a una sabiduría divina, representaba la religión de la luz, tanto física como espiritual. En sus momentos culminantes, se convirtió en la religión del espíritu que prefiere las exigencias de claridad, pureza, orden y armonía. El culto apolíneo se basaba en la toma de conciencia de uno mismo y del mundo.

Por el contrario, en el culto a Dionisio, o Baco, las celebraciones giraban en torno al deseo de abandonarse totalmente a su naturaleza animal y soltar todas las inhibiciones. Se dice que las Bacantes, en cuevas y bosques, celebraban a su dios semidesnudas, vestidas con ropas transparentes o pieles de cervatillo. Sus coronas improvisadas eran de hiedra, roble o abeto, y en sus manos sostenían antorchas encendidas y tirsos. Embriagadas de vino, gritaban y bailaban entusiasmadas, en ese estado en el que están llenas del dios, acompañadas por el sonido de címbalos, tambores, flautas y crótalos. En el culmen de la éxtasis, caían en un delirio dionisíaco, aterrador, entregándose a cualquier exceso.

 

En Delfos, en el Monte Parnaso, las fiestas báquicas precedieron a la religión Apolínea. Fue solo más tarde, en el siglo IV a.C., que se construyó uno de los santuarios más importantes en nombre de Apolo. Esto ocurrió cuando el dios del sol, llegado a Delfos de niño, mató a Pitón, un ser en forma de serpiente, que al mismo tiempo era también Dioniso. Desde ese momento, Apolo, despojando a la entidad dionisíaca ya presente en Delfos desde hacía mucho tiempo, erigió su propio templo sobre los restos del anterior, convirtiéndolo en el lugar religioso por excelencia dedicado al culto solar. Sin embargo, los tres meses de invierno, durante los cuales se decía que él partía para los Hiperbóreos, estaban dedicados al culto de Dioniso. En ese periodo en el Monte Parnaso se celebraban festividades nocturnas, iluminadas por el fuego de las antorchas. Los dos cultos se alternaban regularmente durante el año hasta el punto de que, según algunos, parecían un solo culto. La relación entre las dos religiones en Delfos es una cuestión compleja y debatida. Sin embargo, es indudable que entre las dos deidades, tan a menudo interpretadas como expresiones extremas y contrarias entre sí, existía un vínculo profundo, que en algunos casos parece llegar, paradójicamente, hasta la identificación.

 

Apolo y Dioniso se complementaban mutuamente, y el contraste de sus espíritus residía tanto en ellos como en cada ser humano. Fue precisamente Nietzsche quien, en su libro El nacimiento de la tragedia (1872), introdujo por primera vez lo apolíneo y lo dionisíaco en la historia del espíritu. Mirando atrás en la mitología griega, el filósofo alemán reconoció la existencia de dos fuerzas vitales extremas: un espíritu que iluminaba la vida hasta cegar, y otro, que en su embriaguez desbordaba de verdad. Se percató de que las dos entidades en contraste eran los ejes de la tragedia griega antigua. Y no solo eso. A través de ellas era posible alcanzar el fin supremo del arte.

 

De hecho, según Nietzsche, lo apolíneo y lo dionisíaco no solo son el ambrosía del drama griego, sino que también representan la esencia vital con la que todo artista se enfrenta para realizar sus obras. Aquí también, el contraste y la unificación de los dos espíritus son fundamentales. La mera liberación apolínea en el arte, el éxtasis que se alcanza a través de la mera belleza convencional, no es un lugar fértil, ya que la existencia y el mundo están eternamente justificados como fenómeno estético. Solo cuando el genio apolíneo se fusiona con el artista primigenio del mundo, con las fuerzas artísticas naturales que escapan al control del hombre, sabe algo de la esencia eterna del arte.

 

Así, Apolo y Dioniso simbolizan dos fuerzas primordiales que siempre han estado en conflicto en el ser humano, en lucha eterna, pero complementándose en abierta discordia.

 

Quien genera algo vital debe sumergirse en los abismos primordiales,

donde habitan los poderes de la vida. Y cuando resurge, un destello de locura se enciende en sus ojos,

porque allí abajo, la muerte convive con la vida.

Escrito por Matteo Mascolo.

Traducciones: Texto traducido al inglés por Alberto RabachinBianca Pasquinelli, al español por Matteo Mascolo.

Fuentes: La información procede de mi investigación personal y especialmente del libro La nascita della tragedia de Friedrich Nietzsche, editor Laterza, edición 9 (30 marzo 1995).

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